Al despertar se encontró rodeado por un  grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un  altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al  fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un  mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que  fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo  por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de  Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y  dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus  opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el  sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y  Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño  consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray  Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los  sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de  los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las  infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los  astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la  valiosa ayuda de Aristóteles.
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